Me llamo Leo y he estado viajando diez meses en Asia antes de venir a Egipto donde conocí a Alberto y a Iosu. Me dijeron que estarían encantados de mostrar a todos los mochiler@s que seguís esta web alguna anécdota de mis viajes, pero resulta que tras tanto tiempo viajando las experiencias se juntan y resulta complicado elegir entre todas ellas.
Como mi primer destino y uno de los que más me impresionó fue India voy a contaros algo de allí. Me encontraba esperando por un tren en una estación camino de Calcuta. Aún me quedaban un par de horas hasta que llegase y busqué un espacio libre para sentarme en uno de los bancos de plástico que rodeaban los andenes. El sol apretaba y sudaba tanto que mis cejas habían dejado de servir a su propósito. Encontré un asiento en una linea casi vacía; la gente parecía preferir amontonarse en los andenes o tumbarse en el suelo a usar aquellos asientos.
Me puse a leer y al poco vi por el rabillo del ojo que un indio se aproximaba llevando en angarrillas a una mujer. Ambos eran de avanzada edad, pelo y mostacho blancos, tez oscura como la tierra de Bengala, y muy delgados; su vieja y fina piel colgaba de sus carrillos y codos, sus ojos eran profundos y rodeados de arrugas hendidas como grietas. Él vestía con una camisa limpia rayada, pantalón y zapatos, tenía un reloj viejo en la muñeca. Ella llevaba puesto el sari tradicional con predominancia de rojos y azules, pendientes, anillos y demás joyería dorada.
Por su frente, desde la unión central del cabello descendía la raya roja que la marcaba como casada. Él apoyó cuidadosamente los pies de ella sobre el suelo y se inclinó en una complicada genuflexión que finalizó con él sentado en cuclillas y ella sobre su regazo en la más auténtica y emotiva «postura de piedad»·que jamás haya visto. Mientras él rebuscaba en su bandolera ella jadeaba agitada y fatigadamente. Mis ojos habían olvidado de todo el libro y se posaban sobre la anciana pareja. Él, con un flematismo asombroso, sacó de la bandolera un vaso y un botellín reusado. Llenó el vaso con el contenido del botellín y colocó un brazo tras el costado de la mujer para incorporarla levemente y comenzó a darle pequeños tragos.
Un policía, vestido de blanco, se acercó a ellos y les preguntó si necesitaban ayuda. El hombre respondió que estaban bien y continuó dando de beber a aquella mujer que intuyo era su esposa. Cuando el primer tren llegó al andén opuesto, una marea humana se abalanzó contra las puertas, algunos se colaban por las ventanas o subían al techo, y otros cruzaban los raíles vacíos desde nuestro andén para trepar al tren por el lado contrario. El anciano se levantó y elevó nuevamente a la mujer en el aire cogiéndola bajo las rodillas y las axilas.
Ella parecía calmada pero seguía respirando con clara dificultad. Aquel hombre no medía más de un metro setenta y prefiero no tratar de averiguar su peso, y encorvándose, debido al esfuerzo, caminó hasta el borde de nuestro andén. Allí, ayudado por más indios que se disponían a cruzar las vías descendió a la mujer con él; y, paso a paso, en una pesada, lenta y cuidadosa sucesión de pisadas que parecían dilatar el tiempo, cruzó varios metros de grandes guijarros negros y listones de metal hasta llegar a su tren, por la parte de las vías.
Elevó aún más a la mujer hasta que desde el interior de una ventana comenzaron a asomar varios pares de brazos sin rostro y la agarraron con firmeza para meterla dentro. Él la siguió con menor necesidad de ayuda y desaparecieron así en la negrísima sombra de un vagón forjado a mediados del siglo XX y cargado hasta los topes.
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